Cuando cierro la última persiana de mi casa en Berria el día que regreso a Madrid, lo hago despacio guardando en mi retina la imagen de las dunas y de mis líneas azules desapareciendo de mi vista. En ese momento comienza mi duelo particular.
He cambiado por emoción y ojos llorosos el llanto desconsolado que me acompañó hasta bien pasada la adolescencia cuando tenía que marchar. Empezaba a llorar al despedirme de mis amigas, y no paraba hasta que pasábamos el puerto de los Tornos ya en la provincia de Burgos.
Sólo yo sabía la desesperación que sentía al pensar que no volvería a Berria hasta Semana Santa. Aunque siempre fui una buena estudiante y me encantaba el colegio, ni el reencuentro con los libros ni con mis compañeras compensaba el dolor que sentía al abandonar mi paraíso.
El día de la vuelta, siempre era domingo. Mi padre era muy riguroso con la hora de salida marcada para las diez en punto. Recuerdo que se ponía nervioso si a las nueve y media no estábamos listos. Mientras mi madre preparaba algo de comida para el viaje y acababa de recoger el apartamento, mi hermano ayudaba a bajar el equipaje que mi padre acoplaba con la precisión de un Tetris en el maletero. Mi hermana aún muy pequeña se ocupaba de cuidar a su osito MiMi para no dejarle olvidado y yo me escapaba a hacer mi ritual de despedida a la playa y a la campa. Nunca me regañaron por aquel escaqueo, sino más bien al contrario; siempre he pensado que eran cómplices de mi pena que en el fondo compartían conmigo.
En la campa me paseaba por los alrededores del Barco y me acercaba hasta «El redondel». Llamábamos así a una de las antiguas fuentes de preciosos azulejos multicolor cuyos restos aún pueden verse y alrededor del cual pasábamos muchas tardes mis amigas y yo ensayando con las guitarras las canciones que cantaríamos en la misa del viejo hotel de Berria el sábado por la tarde. Éramos conocidas como «Las alegres Folklóricas Berrianas». Vaya aquí mi recuerdo para todas.
Mi primer cigarrillo me lo fumé allí. También era el redondel donde se organizaban las barbacoas nocturnas…
Después del paseo cogía un palo del suelo.Un palo que llevaba conmigo a Madrid como mi amuleto más valioso. ¡Era un trozo de mi verano! El palo iba en mi cartera al colegio y lo acariciaba como un tesoro.
Tras despedirme de la campa y del Barco iba a la playa. Me acercaba a la orilla, metía los pies, me agachaba y cogía con las manos agua. Bebía un traguito porque quería llevarme el sabor a mar mientras decía para mi «adiós Berria querida», «hasta pronto»…
En casa había cogido una bolsa de plástico que llenaba con delicadeza de arena seca. Me recreaba acariciándola al cogerla y al dejarla caer en la bolsa despacio sintiendo su textura, como si fuera la última vez. No hay arena más fina que la nuestra.
Una última mirada a la playa y a despedirme de mis amigas. Otro drama decirles adiós.
Eran las diez, tenía que irme. El momento que parecía tan lejano en junio había llegado. Lloraba. No tenía consuelo. Mi padre intentando animarme me decía «chata, ¿ cómo quieres volver si no te marchas? aquella frase que en aquel momento trágico no quería entender se convirtió a partir de entonces en una herramienta de autoayuda.
Pues he de confesar que aún hoy y después de tantos años sigo haciendo el mismo ritual con alguna variable. Comienza, como comenzaba, el día anterior a mi regreso, despidiéndome en Santoña de la Virgen del Puerto. Ella sabe muy bien lo que le digo.
Voy a la campa y cojo el palo ¡El palo de la campa es sagrado! ahora ya no lo llevo en la cartera del colegio sino en la guantera del coche. Y me sigo dando el traguito de agua y llevándome la arena dentro de una bolsa. Parte de la arena la pongo en un jarrón y sujeta una vela. Suele contener algún trozo de alga. Es Berria.
Aún se me saltan las lágrimas, porque las despedidas no me gustan, pero ahora no tengo que esperar a Semana Santa para volver, cojo el coche y en 4 horas estoy en Berria. Ya no conduce mi padre, que ya no está con nosotros, pero mantengo su manía de salir a las diez. Es mi hora.
Se acabó el verano, las persianas de muchas casas están bajadas, la campa vacía, el Chiringuito cerrado, pero las olas siguen rompiendo en la orilla y la marea subiendo o bajando lo que me enseña que nada se para y mucho menos el tiempo que corre deprisa, más de lo que quisiéramos, para repetir el ciclo.
Por eso no me queda otro remedio que aplicarme el mensaje: «Para volver hay que marcharse».