En Berria no sirve de mucho mirar al cielo por la noche, verlo cuajado de estrellas y creer que eso es suficiente para esperar al día siguiente un gran día de playa no sirve de nada.
Lo práctico es despertarse por la mañana, mirar por la ventana y si no llueve, aunque esté nublado, marchar a la arena. Es decir, aplicarnos el famoso “aquí lo que veas”.
Eso es lo que suelo hacer y bien temprano: marchar a caminar.
Porque no hay nada más agradable que un buen paseo por Berria, estrenando su luz y su brisa de la mañana, sin gente, admirando la belleza de una playa que con marea baja hace alarde de inmensidad y con marea alta resalta la extensión de su arena blanca y brillante.
Paseo en silencio, no necesito otra música que la del mar, esa melodía que grabo en mi memoria y que me servirá de sintonía de recuerdo a partir de la semana que viene cuando la excepción de las vacaciones deje paso a la normalidad de la rutina. Otra vez a empezar…
Camino hacia el Brusco, voy a las pozas, miro si hay quisquillas, lapas o algún mejillón y busco con la vista la roca en la que mi padre siempre se sentaba para fumar un pitillo. A veces sueño con volver a verle allí.
Nunca he visto en ese lado de la playa la marea lo suficientemente baja para doblar la punta. A veces me imagino que si la marea estuviera excepcionalmente baja podría llegar a Helgueras, rodeando los acantilados del Brusco.
Me meto en el agua con una temperatura estupenda. Comparto la orilla con los perros que a esa hora disfrutan de la libertad corriendo ansiosos de un lado a otro como si quisieran empaparse de Berria en esos minutos matutinos en los que sus dueños les sacan.
Sale el sol con ganas. Dejo a la derecha el hostal y voy paralela a las dunas con el Buciero al fondo pensando si sería capaz de dibujar de memoria su silueta.
Veo a Niebla, el conjunto de piedras entre las dunas bautizado así porque simula la cabeza del perro de Heidi acostado en la arena. La fachada norte del Hotel Juan de la Cosa brilla a contrasol.
Hay surferos por todas partes. Salen de cualquier duna y empiezan a ocupar la playa. La arena es el punto de encuentro y de preparación. Las olas, sus dominios. Inundan la playa con sus tablas multicolores y de todos los tamaños. Salen filas de aprendices de olas por todas partes. Parecen hormiguitas laboriosas con sus neoprenos negros. Se disponen en grupos a seguir la clase preparatoria con sus monitores. Me gusta verles sobre las tablas en la arena simulado que nadan y posicionándose con la postura perfecta para cabalgar sobre las olas.
Les pido permiso para hacer fotos, las que acompañarán al blog en un post que les dedicaré solo a ellos.
El edificio amarillo de Solaeta me saluda presumiendo de altura y de vistas: marismas y Berria ¡Privilegiados!
Sigo caminando hacia El Barco, ¡aún le veo allí! En su lugar, en lo alto y sobre la antigua terraza veo el recién estrenado puesto de los socorristas. En un mástil ondea la bandera azul y en la caseta de madera la roja, amarilla y verde. Las que indican hasta donde debe respetarse al mar cada día. Sólo falta obedecer.
Los Apartamentos ya están despiertos. Han abierto sus ventanas al mar. En sus terrazas ya se asoman vecinos y otros toman sus desayunos con vistas.
Y aparece el Penal. Majestuoso. Enorme. Conservando integra su figura de 110 años. Parece una miniatura desde la arena. Siempre quise ver Berria desde el penal. Era un deseo que desde niña tuve y que esta semana cumplí.
Más dunas, hasta que aparece el camping de Berria cuyo extremo cercado es el aparcamiento del cementerio.
El cementerio de Santoña está considerado como uno de los más peculiares de Cantabria. Su ubicación en la playa con el mar de frente lo merece. El respeto se impone.
Ya me acerco a la Punta del Águila, el extremo del Buciero. Allí veo vigilantes a los dos hombres del norte. Desafiantes mirando al mar que supongo les arrebató la vida. Permitiendo que las olas de temporal les perfilen aún más sus mentones. Me quedo observándoles buscando ese punto en el que veo las dos siluetas a la vez. No es fácil ver la imagen aunque me encanta enseñarla a algún paseante novato.
Con la marea baja el espectáculo de color está servido. Culpables son los acantilados que rodean la carretera que sube al Faro del Pescador.
La primera vez que lo vi quede impresionada por el color berenjena y verde oscuro de las algas que cubren las rocas, rocas vírgenes por las que me encantaría saltar pero no me atrevo porque sé que una ola a destiempo puede ser fatal.
Y en mi recorrido de ese lado de Berria entro en la cueva cuya entrada ha sido esculpida por las olas simulando al Roque Canario. Entro hasta el fondo si la marea me deja, ¡porque allí en el fondo había un manantial del que mi padre bebía! El manantial fluía por la filtración del agua de lluvia pero mi padre decía que era un agua sanísima y yo le creía. Toco una roca con el pie que es el signo clásico que indica que he alcanzado ese extremo de la playa y doy la vuelta.
A la vuelta con el Brusco de frente voy pensando cuanto cambia la playa cada año. Las mareas nos descubren rocas en la arena y construyen pozas que la arena cubre al año siguiente.
Imprevisible el mar.
Este es mi paseo. Cada día con una luz diferente. Cada día descubro algo nuevo. Cada día me enamora más.
Vuelvo a mi sitio en la playa, a mi toalla. Me queda el resto del día para contemplar mis líneas azules.
Me impregno del olor, del color y del sonido de Berria que me acompañarán hasta que vuelva