En agosto de 1969 llegamos por primera a aquella playa ventosa e inhóspita en la que un cementerio y el Penal del Dueso dibujaban un paisaje poco tranquilizador sobre todo durante la noche.
Apenas 4 familias habitaban los Apartamentos y otras conocidas familias de Santoña solo «subían a Berria» a pasar el día.
La Playa estaba vacía. La zona de baño se concentraba en las pozas cercanas al Hostal.
Teníamos vacaciones y 3 meses por delante para descubrir que el paraíso existe.
Llegar a Berria era vivir en la libertad de los Apartamentos. Habíamos hecho una gran pandilla entre todos los niños deseosos de esa libertad.
Sólo había ciertas condiciones: no salirnos del límite con la carretera y no ir más allá del Barco de noche. El Barco incluía la campa que lo rodeaba.
La playa era nuestro territorio en el que los limites solo los ponía nuestra imaginación y en la que ejercíamos cualquier profesión:
Niños y niñas en la orilla éramos armadores de balsas con proa de tamaño sobresaliente en las que aguardábamos pacientemente su destrucción con la llegada de las olas cuando subía la marea. No había manera de achicar agua: ¡¡¡era el desastre total!!
En la arena mojada moldeábamos castillos o cocinábamos flanes y sabrosas albóndigas que espolvoreábamos con arena a modo de azúcar glass o harina.
Y en la arena seca hacíamos hoyos tan profundos que cuando el brazo ya no nos alcanzaba a tocar el fondo, pedíamos ayuda para cavar entre todos un foso. Después nos enterrábamos en él dejando la cabeza fuera. Así acabábamos la tarea de toda la mañana. Cada vez que pienso que nos encantaba enterrarnos…
Las dunas me parecían entonces altísimas. Eran nuestros toboganes naturales. Hoy tenemos que protegerlas pero entonces rodábamos y saltábamos por ellas sin que nadie nos regañara. Siempre quedaban intactas para repetir al día siguiente. Hoy ya no es así.
Las dunas eran además nuestro almacén para jugar a las tiendas. Vendíamos caracoles blancos, harina ,azúcar y sal de arena y nos surtíamos de plátanos de mentira arrancando trozos de la invasora uña de gato.
Nos bañábamos vigilados » por los mayores» porque siempre había algún padre en la orilla dispuesto a hacer de socorrista. Si había mucha resaca sólo nos podíamos meter hasta la rodilla.
Comíamos y volvíamos a la arena otra vez, al sol, sin cremas protectoras ,a esperar las 2 horas de digestión obligatorias de los años 70…
A las 6 con la digestión hecha, tocaba baño. A coger olas con nuestra tabla de madera… prototipo de los sofisticados bobyboard de hoy.
Y después de la merienda volvíamos a la playa. Entre la arena mojada y la seca había algas, muchas algas alrededor de las que las pulgas de color arena, casi transparentes, saltaban como locas. Hoy no quedan ni algas ni pulgas.
Cogíamos los mejores ejemplares y hacíamos carreras con ellas. ¡Cómo saltaban!
Anochecía… cenábamos rápido porque no había tiempo que perder. Todos nos reuníamos en » el paseo» o » la terraza» ,había llegado el momento de jugar a policías y ladrones. Imposible encontrar a los ladrones en aquel paraíso lleno de escondites: las dunas, el barco, el aparcamiento…
Otras noches hacíamos guerras con globos de agua o jugábamos a un interminable balón prisionero en el que cabíamos 10 en cada equipo, o al pañuelo… siempre risas y gritos. ¡Siempre mucha vida!
En las noches más tranquilas nos sentábamos en la rampa de la entrada de los apartamentos para bajarla con el Sanchesky de Onelia Collado.
Incursiones a la casa de «Drácula» que hoy es el chalet tras del bar «El Paraíso» y visitas nocturnas al cementerio…
A las 12 mi hermano y yo teníamos que volver a casa. Por cada minuto que nos retrasáramos mi madre nos castigaría con una hora menos de juego al día siguiente. Por eso a las 12 menos un minuto echábamos a correr estuviéramos donde estuviéramos volando por las escaleras de madera o las escaleras blancas para llegar como Cenicienta a la hora permitida.
Estábamos agotados, y quemados por el sol, pero ahí estaba mamá para darnos vinagre o Aftersun mientras que levantábamos las plantas de los pies para revisar el galipó de cada día. Con un algodón impregnado en aceite limpiandonos los pies para no manchar las sábanas terminábamos nuestra agotadora jornada soñando con el día siguiente.
Este era un día cualquiera de sol de un verano infinito y único. Si amanecía lloviendo poníamos en marcha el plan «B»: día de pesca
Vivir en los apartamentos y poder disfrutar de Berria de día y de noche nos convirtió en unos privilegiados y sin darnos cuenta en los BERRIADICTOS que somos hoy.
Por eso este post esta dedicado a todos los niños felices de los Apartamentos que se verán reflejados y que podrían añadir mil y un recuerdo: Idoia, Marta, Martita, M. Paloma , Conchita, Pepa, , Onelia, Puerto, Jandro, Gerardo, Aure, Eduardo, Álvaro, Berti, Jaime, Raúl, Chus, Raquelin, Pitina, Natalia, Ángela ,Belén… a «las mayores» Chúa, Loreto, Marieta, Vicky, Sol…
A Cristina La Morena allá donde esté…
Disfrutar esos veranos nos hizo unos privilegiados niños felices y nos convirtió en BERRIADICTOS








